Capítulo 10
¡Moncho, no te vayas!
El grito desgarrador de Pilar estalló como un vidrio roto, cortando en seco el bullicio del salón de la fiesta.
En su desesperación por retener a Ramón, corrió tambaleándose y terminó golpeándose brutalmente contra la esquina de una mesa tallada. La frente se le abrió en una herida sangrante, y pedazos de porcelana rota se le clavaron en la palma de la mano.
Pero aun así, con la cara cubierta de sangre y el cuerpo temblando, extendió el brazo en dirección a donde él se alejaba. La gente se apartó como una ola silenciosa, dejando que solo se escuchara el goteo constante de la sangre cayendo al suelo.
Ramón volteó justo cuando sus ojos se cruzaron con los de Pilar. Eran esos ojos rasgados que siempre llevaban una sonrisa suave, pero ahora estaban llenos de lágrimas, empapados en sangre. Las pestañas pegadas por el líquido espeso, los labios pálidos repitiendo como una letanía, -Moncho… no me dejes… solo te tengo a ti… haré lo que sea, lo que sea si te quedas…
Mauricio rompió en llanto al ver la escena, -¡Su caja de medicamentos está en mi mochila! El doctor dijo que no puede sufrir otro golpe emocional…
-Lo siento.
Ramón dudó un instante.
El corazón le pesaba, pero no podía seguir ahí.
Sin mirar atrás, giró sobre sus pasos y se fue rápidamente de la fiesta. Había algo dentro de él que le apretaba el pecho, una angustia que no podía ignorar. Tenía que ver a Alejandra. Tenía que explicarle todo, aclarar el malentendido, antes de que fuera demasiado tarde.
-¿Ale, dónde estás…?
Empujó la puerta del altillo, que se abrió de golpe. Un olor suave a incienso, aún tibio presencia reciente de alguien, le envolvió al instante.
El lugar estaba vacío.
Un rayo de sol cruzaba oblicuo por la ventana, iluminando una caja de regalo sobre el
escritorio.
Debajo de la caja, una hoja escrita a mano. La tinta aún estaba fresca. 1
por la
“A partir de ahora, tú hacia el sur y yo hacia el norte. Ramón Guzmán, no volveremos a vernos
nunca más.”
Fue como si algo explotara dentro de la cabeza de Ramón. Todo empezó a girar, a deformarse, sintió que el suelo se le movía bajo los pies. Casi cae al piso.
Cuando logró sostenerse, negó con la cabeza, temblando, murmurando con voz rota.
-No… no puede ser…
-¿Solo estás intentando asustarme, cierto?
¿A dónde podría ir Alejandra? No tenía a nadie, ningún lugar donde refugiarse.
Desde que perdió a su madre cuando era niña, se convirtió en una joven sin afecto, sin calor familiar.
Y fue él… Él quien estuvo ahí para verla reír, para secarle las lágrimas.
Él fue quien la acompañó a plantar todo un jardín de duraznos.
Todas las memorias más bonitas de Alejandra, cada instante de su niñez recordar, estaban ligadas a él.
que
valía la pena
¿Cómo iba a ser capaz de desaparecer así, sin más, de su vida para siempre?
¡Imposible! Como si una chispa se encendiera en su mente, Ramón corrió a trompicones hasta una de las plantas de durazno del jardín.
Lo recordaba bien. Después de plantar esos árboles juntos, él y Alejandra habían enterrado una. cápsula del tiempo justo debajo de ese durazno.
Alejandra había escrito una carta, una carta dirigida a su yo del futuro.
En ella, decía que Ramón era el muchacho que más iba a valorar en toda su vida.
Y que cuando creciera, sin duda se convertiría en su esposa. Que lo cuidaría para siempre. Que jamás, bajo ninguna circunstancia, se alejaría de él.
Con una ramita de durazno, tejió un anillo.
Quería que, cuando fuera mayor, Ramón se lo pusiera él mismo.
Las lágrimas caían sin tregua por el rostro de Ramón. Cayó de rodillas y empezó a escarbar con las manos, sin importar que sus uñas se rompieran y la sangre tiñera la tierra húmeda. No se
detuvo.
Cuando por fin el oxidado estuche de lata volvió a ver la luz del sol, una sonrisa se dibujó brevemente en su rostro cubierto de tierra y sudor.
Pero al abrir la cápsula, la sonrisa se desmoronó por completo.
Adentro solo quedaban cenizas aún tibias.
3/3
Pedazos de papel quemado, ennegrecidos, con restos de una marca en tinta que decía apenas: Unidos por siempre.
Con las manos temblorosas, Ramón levantó un puñado de esas cenizas. Entre sus dedos resbaló medio anillo de durazno, retorcido y quemado, aún con hebras doradas enredadas entre la corteza chamuscada.
Se llevó una mano al pecho. El aire se volvió tan espeso, tan ardiente, que no podía respirar.
Y fue justo en ese momento que Ramón lo entendió con dolor absoluto:
Alejandra Gómez se había ido de verdad.
La había perdido. Para siempre.